Todo lo que se sabe de la vida, juicio y muerte de San Esteban, considerado el primer mártir de la Iglesia, se encuentra en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en los capítulos seis, siete y ocho.
Esteban era un judío de habla griega, cuya conversión al cristianismo no se explica en el Nuevo Testamento. Sin embargo, todo parece indicar que después de la muerte de Jesús alcanzó una posición relevante entre los cristianos de Jerusalén por sus enseñanzas a los judíos.
Parece que fue entre las sinagogas de los judíos helenísticos que él enseñó y realizó “señales y prodigios”. Allí confrontó a varios sacerdotes judíos que, si bien también se habían convertido al cristianismo, aún se aferraban a las antiguas tradiciones y reglas de la ley mosaica.
Estos judíos, enfurecidos por sus enseñanzas del Evangelio y no queriendo aceptar que la antigua ley había sido reemplazada, sobornaron a hombres para que dijeran que Esteban blasfemaba contra Moisés y contra Dios.
Luego, ancianos y escribas llevaron a Esteban ante el Sanedrín, el tribunal judío supremo, que tenía autoridad tanto en asuntos civiles como religiosos.
Durante el juicio, Esteban se defendió hábilmente, pronunció un discurso repasando la larga historia espiritual de su pueblo y denunciando a las autoridades judías que lo juzgaban.
Esteban concluyó su discurso así: “En realidad, el Altísimo no vive en casas fabricadas por manos de hombres, como dice el Profeta: El cielo es mi trono y la tierra el apoyo de mis pies. ¿Qué casa me podrían edificar?, dice el Señor. ¿Cuál sería el lugar de mi descanso? ¿No fui yo quien hizo todas estas cosas?”.
“Ustedes son un pueblo de cabeza dura, y la circuncisión no les abrió el corazón ni los oídos. Ustedes siempre se resisten al Espíritu Santo, al igual que sus padres. ¿Hubo algún profeta que sus padres no hayan perseguido? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, y ustedes ahora lo han entregado y asesinado; ustedes, que recibieron la Ley por medio de ángeles, pero que no la han cumplido”. (Hechos 7, 48-53).
Al escuchar estas palabras, los judíos no pudieron contener más su ira. Se abalanzaron sobre Esteban, lo sacaron de la ciudad, al lugar señalado, y lo apedrearon. En ese momento, la ley judía permitía la pena de muerte por lapidación.
Esteban, lleno de “gracia y fortaleza” hasta el final, se enfrentó a la gran prueba sin inmutarse, orando al Señor por sus verdugos, para que los perdone.
“Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu.». Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Y diciendo esto, se durmió”. (Hechos 7, 59-60). Entre los presentes que aprobaban la pena impuesta a Esteban se encontraba un joven judío llamado Saulo, el futuro Pablo, apóstol de los gentiles. Su propia conversión al cristianismo se produciría en pocos meses.